
Más allá, vio a María echando pienso a las gallinas, con la pequeña Samara detrás de ella, riente y gritando “¡Os! ¡Os!” como hacía su madre. Una dulzura rosada invadió su vientre y la llevó a la cocina con una sonrisa que se le fue resbalando al escuchar a su madre.
-Anoche hablé con tu padre –le dijo Rosi poniéndole el desayuno.
-¿Sí? –Laura fingió interés pero hacía ya demasiado tiempo que había olvidado el olor de su padre, y el calor que irradiaban sus manos al acariciar su pelo, y hasta el timbre de su voz al natural. Tener un padre que no ejercía como tal era más desolador que no tenerlo.
-Me ha dicho que te castigue si hace falta, pero que esas notas tienen que subir.
-Lo intentaré –respondió la niña, mirando a su madre con tanta seriedad que Rosi sintió que se le estrujaba el corazón.
-Ay, Laura –le dijo, acercándose a ella y abrazándola torpemente-. ¿Estás bien?
-Sí, mamá.
A Rosi le costaba mucho hacer la pregunta, pero la hizo:
-¿Se… se meten contigo en el colegio? ¿Te dicen… algo?
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