II
VOLVERÁS A TU HUERTO Y A TU HIGUERA...
Samara aparca el coche y se baja
frotándose los brazos, sin poder reprimir un ligero temblor. Está acostumbrada
a ver muertos, pero este… Este no es un muerto normal. En primer lugar, el
forense asegura que debe llevar treinta años muertos. Treinta años… casi toda
una vida, al menos la de ella.
En segundo lugar, no ha aparecido en
cualquier lugar, en un vertedero, en su casa, en un hostal o sabe Dios dónde…
No: el cadáver ha aparecido en Niebla. Niebla, su pueblo, su fortaleza
amurallada (metafórica y verdaderamente). No había esperado nunca tener que ir
a Niebla a resolver un asesinato.
Y en tercer lugar… ¡Lo ha encontrado Beatriz!
Samara no daba crédito cucando se lo dijeron. Beatriz, su amiga de la infancia,
su confidente de la adolescencia, su… su… ¡Beatriz! Han ido dejando pasar el
tiempo sin verse, que si estoy muy ocupada, que si la niña, que si el trabajo,
que si la costura, caminos divergentes que de pronto giran con brusquedad para
confluir en el punto más inesperado.
Beatriz. Como pájaros blancos, a la
mente de Samara acuden los recuerdos, alas abiertas, susurros de vuelo, risas
de aquellas niñas que lavaban la ropita de sus muñecas en el arroyo, niñas que
se comían el bocadillo –media viena
con queso, chorizo o mortadela, según tocara- sentadas en el depósito del agua,
en lo alto del Cabezo, dominando la barriada desde allí, con las dos
servilletitas iguales que las madres les habían comprado algún martes de mercadillo.
Niñas –ya no tan niñas- que leían juntas las primeras novelas de amor, que
fumaban a escondidas los primeros cigarrillos, una calada tú y otra yo, ¿te lo
hipas?, no que me mareo, pues si no te lo hipas no es fumar, madre mía qué mareo
… Y la primera copa, a medias, en la caseta de la feria… Y los primeros chicos,
para mí el rubio, qué fresca, a mí también me gusta el rubio más, bueno pues
para ti, el moreno tiene unos brazacos… y luego las risas, otra vez, como
siempre, y los secretos susurrados apenas, las dos cabezas muy juntas sobre la
almohada, el aliento agrio de los primeros cubalibres, el muerdo en el cuello
disimulado con un pegote de maquillaje y un foulard negro con hilos plateados…
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