martes, 28 de abril de 2020

EMPEZAMOS CON BEATRIZ EN LA NOCHE DEL PINAR DEL DUENDE


Mientras Beatriz avanza, los susurros aumentan; el arroyo parece advertirle desde abajo, entre los eucaliptos de tronco blanquecino. Cruje una rama a su derecha y unos pasos ligeros, furtivos, se alejan en la espesura del pinar. La luna se refleja en sus pupilas dilatadas y la larga camisa de cuadritos grises y blancos flota, fantasmagórica, en torno a sus piernas. Una aguja más seca –debió desprenderse la primera, suicidio desolado ante el presagio de octubre- le pincha en la tierna planta del pie, y sus ojos se cierran por el dolor y después, sorprendidos, se abren. Y se abren más, redondos como los del búho que ulula desde no sabe dónde. Beatriz se lleva las manos al rostro y se cubre la boca, mordiendo el grito mudo que no va a escapar de sus labios porque el miedo a hacer ruido se impone, sabio, antes de que la misma conciencia se lo aconseje.
Mira a su alrededor. ¿Otra vez en el pinar, otra vez junto al calvero de cada noche? Tiene los pies muy húmedos; esta vez no es un sueño, está de veras entre la espesura de pinos y los terrones rojizos de una tierra que no se cubre de helechos, como en los bosques del norte. Da unos pasos y duda: debe, tiene que ser el mismo sueño. Muchas veces se ha despertado de pronto así, y se ha encontrado en el mismo lugar, y ha caminado despacio, sintiendo el frío que trepa por sus piernas, que le hiela el vientre, el pecho y la boca, y después ha llegado, como ahora, al claro, y se ha arrodillado en el suelo, en el centro, escarbando con ambas manos, apartando a un lado la hojarasca, llenándose las uñas de tierra, saboreando la humedad de la noche entre los labios secos… Y ha seguido removiendo como un perro que no olvida el sitio exacto donde escondió aquel hueso, y de pronto ha encontrado…

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