1988
-El maldito hijo de puta… -Rosi solo sabía repetir esas palabras.
Primero fueron el llanto y la locura, los gritos, el desmayo, el rechinar
de dientes. Pero iban pasando las horas, y mientras ella esperaba los
resultados de la autopsia de su hija, rodeada de familiares que no dejaban de
secarse las lágrimas y sonarse, Fernando no aparecía. Poco a poco, todos
empezaron a darse cuenta de que nadie lo había visto, ni en el bar, ni en casa
del vecino, ni en el pueblo, no desde antes de que doña Isabel encontrara a la
niña. Y la helada comprensión fue calando dentro de ellos como una ciénaga que
se expande, pestilente y viscosa, inundándolo todo a su paso, dejándolos con el
horror pegado a la garganta y el odio nublando los ojos que se secan y se
inyectan en sangre, clamando venganza.
-Ha sido ese canalla –el hermano de Rosi, Mateo, dieciocho años, el niño
de la casa, el tito que había recibido a su sobrinita como a una muñeca con la
que jugar, tirarla al aire, hacerle cosquillas y volverla loca de la risa-. Voy
a matarlo. ¡Voy a matarlo, lo juro! –y
solo los gritos desgarrados de su madre y las manos de sus hermanas
consiguieron retenerlo en la sala habitada por la desolación.
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