Mientras Beatriz avanza, los
susurros aumentan; el arroyo parece advertirle desde abajo, entre los eucaliptos
de tronco blanquecino. Cruje una rama a su derecha y unos pasos ligeros,
furtivos, se alejan en la espesura del pinar. La luna se refleja en sus pupilas
dilatadas y la larga camisa de cuadritos grises y blancos flota, fantasmagórica,
en torno a sus piernas. Una aguja más seca –debió desprenderse la primera, suicidio
desolado ante el presagio de octubre- le pincha en la tierna planta del pie, y
sus ojos se cierran por el dolor y después, sorprendidos, se abren. Y se abren
más, redondos como los del búho que ulula desde no sabe dónde. Beatriz se lleva
las manos al rostro y se cubre la boca, mordiendo el grito mudo que no va a
escapar de sus labios porque el miedo a hacer ruido se impone, sabio, antes de
que la misma conciencia se lo aconseje.
Mira a su alrededor. ¿Otra vez en el
pinar, otra vez junto al calvero de cada noche? Tiene los pies muy húmedos;
esta vez no es un sueño, está de veras entre la espesura de pinos y los
terrones rojizos de una tierra que no se cubre de helechos, como en los bosques
del norte. Da unos pasos y duda: debe, tiene que ser el mismo sueño. Muchas veces
se ha despertado de pronto así, y se ha encontrado en el mismo lugar, y ha
caminado despacio, sintiendo el frío que trepa por sus piernas, que le hiela el
vientre, el pecho y la boca, y después ha llegado, como ahora, al claro, y se
ha arrodillado en el suelo, en el centro, escarbando con ambas manos, apartando
a un lado la hojarasca, llenándose las uñas de tierra, saboreando la humedad de
la noche entre los labios secos… Y ha seguido removiendo como un perro que no
olvida el sitio exacto donde escondió aquel hueso, y de pronto ha encontrado…